LA JUNGLA DEL TRANSPORTE
En cualquier país civilizado, antes de cruzar una calle, el pase, la preferencia, la tiene siempre el peatón. La lógica es simple: el ser humano es lo más importante, la persona de a pié es más vulnerable frente a un accidente, tiene menos protección y menores posibilidades de traslado. La razón justifica los letreros en las calles de la Ciudad de México: “ceda el paso al peatón”. En el Perú, esa frase suena a sarcasmo.
En nuestras ciudades, la prioridad la tiene el auto. Mientras más grande y caro, más prioridad. Los policías de tránsito están concentrados en que el tránsito fluya constantemente. No importa si para ello los autos que pretenden cruzar una avenida tienen que esperar treinta minutos; no importa si la abuelita nunca puede cruzar la calle; no importa si la señora embarazada debe saltar en mitad de la avenida porque el supervisor municipal no deja estacionarse al bus; no importa si los estudiantes tienen que correr al cruzar la pista para llegar temprano, ya que nunca tienen la venia para cruzar aunque el semáforo los favorezca. Ese también es un problema: nadie hace caso al semáforo –máquina fría e irracional al fin- empezando por el propio policía. Entendámoslo bien: para el fluir del tránsito, el peatón no existe. Tierra de locos, jungla de asfalto.
En Bogotá, cuando una pasajera desea bajar en una esquina dice: “señor, ¿me regala una parada?” y el chofer le sonríe y se detiene en la esquina, pegadito a la acera y sin sacudones. En Lima el transporte es agresivo: “baja, baja” con golpe al techo incluido. El bus, sacudiéndose para adelante y para atrás como improvisada montaña rusa chicha, se detiene al lado izquierdo de la avenida, seguido de un “aprovecha, aprovecha”. Nos agredimos, no saludamos, no agradecemos ni mostramos el mínimo respeto ni nos lo muestran: “al fondo hay sitio”, “avanza, que el carro está vacío”, “acomódate”, “apéguese”, “colabora”, “¿medio pasaje?”; combinados con “baja en la farmacia” (así la farmacia quede a mitad de la cuadra), “yo siempre pago una china”, “avance chofer”, y tantas otras frases similares centradas en las propias necesidades o deseos. Desconsideración total.
Es extraño. Los “microbuseros” y cobradores del transporte público, no se dan cuenta que lo suyo es una empresa; que sus clientes son los pasajeros y que, de alguna manera, se deben a ellos. No. Parece que, por el contrario, su transportado fuera un bulto, una carga impersonal que debe ser apiñada y colocada cual cajas de cartón en el menor espacio posible. Asumen que el pasajero tiene la obligación de acomodarse, de avanzar al fondo, de viajar donde ellos quieren, de aprovechar una parada para saltar en medio de la pista. Creo que ni siquiera se dan cuenta de que ese bulto es quien le da de comer a sus hijos.
En Mendoza, en cada paradero de bus aparecen escritos los horarios: “Línea 104, llegada a las 10:35, 10:56, 11:37, 11:56, 12:13, 13:00, 13:26…” uno lee el mensaje con primitiva incredulidad y ve que aún falta un cuarto de hora. Espera y se da cuenta que no hay nadie hasta que faltan dos o tres minutos para el momento señalado. Empiezan a llegar una, dos, tres personas y luego llega el bus y suben 13 que aparecieron en los últimos segundos. Esperé, solitario, 15 minutos por pensar que el horario era una broma. El verbo después del caos.
Los taxistas son protagonistas de otra película. Se han vuelto mercenarios, aprovechan cualquier situación o necesidad: un evento deportivo, una congestión, la hora punta, o cualquier circunstancia, para cobrar con revólver y decidir si se van a dar el trabajo o van a hacernos el favor de ir a donde queremos ir. "No, no voy".
Entiendo que la oferta y la demanda determinan las condiciones del mercado, pero debe haber una regulación. Un taxista me contaba que a la salida de un concierto internacional en el estadio Monumental de Ate, era tanta la gente y la escasez de taxis que cobró 100 soles un viaje a San Borja, cuando en una situación normal hubiera cobrado sólo 10. Él lo contaba como un acto heroico de viveza criolla, “y pagaron sin chistar”, como vanagloriándose de su astucia, de esa picardía que roza con el asalto y la especulación, disfrutando sádicamente y con sorna, la desgracia de sus clientes, casi víctimas.
¿Qué pensaríamos de un vendedor quien luego de un sismo que prive de agua a un distrito, empieza a vender botellas de agua de 2 litros a 100 soles cada una? ¿Diríamos que es una hábil negociante que aprovecha la oportunidad que le brinda el mercado, o sería visto como un miserable que aprovecha la desgracia ajena para beneficiarse?
Pareciera que la única forma de no sufrir es teniendo un carro propio, pero no. Mi viejo profesor universitario de redacción decía que tener un carro era como casarse con otra mujer (perdonen la metáfora machista) es decir, hay que preocuparse siempre por su apariencia, destinar un sueldo para cubrir sus necesidades, con la diferencia de que una mujer puede ser compresiva ante la escasez, “un auto sin gasolina no entenderá explicaciones”, decía. Pero en Lima lo peor no es eso. Lo trágico y cancerígeno, es el estrés, la angustia frente a la agresividad de los demás conductores, en especial los de los taxis, las “combis” y los “micros”.
Tener un auto es como seguir un curso acelerado de toreo y luego ser colocado en medio de la estampida. Torero con 30 toros en medio de la plaza con capa y sin espada, esquivando las cerradas, las entradas, los cruces de peatones improvisados, las propinas policiales, los operativos, y las congestiones creadas por que todos son "vivos" y quieren pasar primero: "retroceder nunca, rendirse jamás". Una corrida donde el único premio es llegar vivo al final de la feria de octubre.
Hace unos años, en Brasilia, tuve que cruzar una avenida ancha de doble pista donde los autos volaban sin detenerse. En mi visión de nativo de jungla en medio de la civilización, no encontraba forma de cruzar. Vi a lo lejos un semáforo y caminé hacia él. El artefacto se mantenía verde para los autos y estuve esperando la feliz luz roja durante diez minutos sin que nada cambie. No había nadie a quien preguntar (Brasilia es una ciudad casi sin peatones) ni policías ni ambulantes, ni “dateros”.
Justo antes de intentar cruzar como atleta suicida, esquivando veloces camionetas 4x4, vi en el poste del semáforo un pequeño botón rojo, lo presioné instintivamente y el semáforo cambió. Ante mis ojos sorprendidos y desorbitados, todos los autos de los dos carriles se detuvieron a ambos lados de las rayas blancas del piso. Crucé lentamente el mar rojo que se abría ante mis ojos, mirando los rostros sonrientes de los choferes como en una película surrealista. Volteé luego de cruzar y me di cuenta que los carros estaban detenidos. Miré el poste y supe que debía presionar de nuevo el botón empotrado. Si no lo hacía se acordarían de mí por mucho tiempo y se les borraría la sonrisa del rostro. Otro planeta.
Paradójicamente, todo intento por ordenar el tránsito limeño ha sido visto como una molestia, más que como un avance. Estamos acostumbrados al desorden, al caos, tanto que ni siquiera nos damos cuenta. El Perú está avanzando en muchos aspectos, pero en el transporte aun vivimos entre lianas y fieras salvajes, con taparrabos y siendo alimentados por gorilas, como el mítico Tarzán de los monos en medio de la jungla africana.