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IGLESIAS CON TRAGAMONEDAS

Publicado: 2013-03-18

Cuando era niño, recuerdo que mi madre me mandaba a la tienda a comprar un paquete de velitas misioneras. Prendía una de ellas y el diminuto fuego acompañaba el rezar de su rosario todos los martes y viernes, con la música de fondo del Himno a San Martín, trasmitido por Radio Santa Rosa directamente desde la Basílica del Convento de Santo Domingo.

Mis deseos de convertirme en sacerdote a los doce años –frustrados cuando a los catorce mi madre me regaló una biblia y la leí entera-  me llevaron siempre a considerar el fuego como un símbolo de espiritualidad. Luego aprendí que desde las religiones más antiguas el fuego fue símbolo de lo divino. Siempre  fue considerado sagrado, en primer lugar porque que caía del cielo, y luego porque no importa en qué posición se le ponga siempre se dirige hacia arriba, es decir, desea volver, igual que el pequeño fuego de la velita de Mamá.

Desde la milenaria religión zorastriana, pasando por el culto a Hestia en Grecia y Vesta en Roma, el fuego fue sinónimo de lo sagrado y de la purificación, es decir destrucción de nuestros aspectos oscuros para lograr la elevación espiritual, con su luz y su calor. Las apariciones del propio Yahvé  en una zarza ardiendo y -ya en el cristianismo- la llegada del Espíritu Santo como lenguas de fuego, sólo vienen a afirmar la sacralidad del mismo, como símbolo de conexión con Dios. Igual que la velita misionera de Mamá.

Hace unos días caminaba con mi pequeña  de 7 años por el Jirón de la Unión, y nos detuvimos frente a la Iglesia La Merced en el corazón de Lima.  Ella quería entrar para conocerla como solemos hacer en las iglesias de provincia cada vez que tenemos la ocasión de viajar. Ni mi actitud anticlerical, ni mi mirada aterrorizada de vampiro a punto de derretirse, ni mis argumentos racionales y científicos lograron convencerla: quería entrar y prender una vela para hacerle un pedido a Dios.

Antes de entrar buscamos un vendedor de velas y no había ninguno. La providencia había llegado en mi auxilio y me iba a ahorrar el ingreso y el gasto. Pero no. Mi hija me llevó adentro y me pidió una moneda. Entonces recién me percaté que en los altares y frente a cada una de las imágenes católicas que poblaban el templo, no había ninguna vela, pero sí pequeños foquitos  que emulaban el fuego espiritual, y adelante un pequeño letrero ante ellas que decía: “Funciona con monedas de 1, 2 y 5 nuevos soles”

Recordé cuando de niño también había prendido alguna que otra velita de la mano de Mamá en alguna iglesia, y haber pedido por la paz mundial, la salud de mi papá o un telescopio de juguete. Ante tal muestra de modernidad eclesiástica no me quedó más que sonreír, le di un sol  a mi niña y ella lo introdujo por una ranura frente a los foquitos, y ¡zas! milagrosamente se prendió una bombilla. No se parecía a la velita misionera de Mamá

Nadie duda de la practicidad de este adelanto tecnológico. En primer lugar, el fuego real siempre es peligroso en especial en antiguas iglesias de madera; en segundo lugar,  la cera derretida es difícil de limpiar; tercero, el humo genera hollín que se impregna en el pan de oro y daña las imágenes antiguas; por último,  el negocio de las velas no puede ser monopolizado pero el de los foquitos sí. Pero ¿y el simbolismo?

En el  Antiguo Testamento el rayo que cae del cielo es  el “fuego de Dios”  que purifica.  Se define a Yahvé como un “fuego devorador” y su palabra como fuego que devora. Yahvé aparece rodeado de fuego como símbolo de su santidad como juez del mundo, de su gloria y su poder.  El fuego regenera y protege. La ceremonia del fuego nuevo de la tradición católica celebra la venida del espíritu sobre la naciente iglesia, el día de Pentecostés, en el que el fuego desciende en forma de lenguas que se posan sobre los discípulos. En los evangelios, el fuego es un símbolo del juicio mesiánico en boca de Juan Bautista: “el que viene después de mí  os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego”. En el evangelio de Lucas el fuego no es destructor, sino  iluminador y enardecedor del espíritu. Allí sí, como la velita misionera de Mamá.

Una de mis hermanas que aun va a misa, se pone hábito en octubre, se confiesa, comulga los domingos y sigue rezando el rosario por las tardes, me cuenta que en otras iglesias también se ha instalado  el mismo artilugio: ranura, un sol, foquito prendido.

Mi hija me pregunta: ¿después de que el foquito se prenda ya puedo hacer mi pedido?


Escrito por

Tomás Carlos Barriga

Comunicador social, docente universitario, poeta en un mundo sin poesía y escritor desolado.


Publicado en

Las Crónicas de Uqbar

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